La realidad es una, pero hay millones de formas de interpretarla y darle sentido. Las explicaciones, los “por qué”, suelen adoptar una forma narrativa en la que hay un conflicto, protagonistas, antagonistas, aliados, un planteamiento, un desarrollo, clímax y desenlace.
Si un relato es compartido por una sociedad a lo largo de siglos se puede hablar de una cosmogonía, de una forma de organizar el universo.
Cuando el relato sirve de filtro para que las personas organicen su realidad, en la base de las representaciones socialmente compartidas, hablamos de ideología.
Nuestras interacciones cotidianas las enmarcamos en esa lógica narrativa. El chisme no es chisme si no conlleva algún conflicto que le dé emoción, si no hay algún villano o una víctima.
Lo mismo ocurre con la política, con la economía, con la academia. La realidad está ahí, extensa, infinita. Desde distintas ópticas se intenta explicarla con un común denominador: el esquema narrativo.
Un terremoto ocurre, es real y devastador. Pero el significado que queda en el colectivo es una construcción social: un castigo divino, un movimiento de placas tectónicas, un fenómeno que reveló corrupción política al permitir construcciones deficientes.
La política, en su ejercicio diario, es una lucha de cuentos. Cada actor político genera relatos que buscan darle un significado a lo que ocurre en el país.
En su actividad política, en las entrevistas, comunicados de prensa y entrevistas, cada actor político hace esfuerzos para que su relato sea socialmente compartido.
Aquellos que logran que su forma de ver las cosas sea mayoritariamente compartida adquieren un enorme poder. No solo logran que las personas actúen conforme a sus deseos, sino que logran troquelar la forma en que sus seguidores interactúan con la realidad.
Ese nivel de persuasión sirve para obtener el control de las organizaciones del poder legítimo. Hacerse rey, presidente de la república, emperador, primer ministro o presidente municipal.
Dentro de todo esfuerzo político-narrativo hay actividades clave. Una de ellas es construir villanos. Las desgracias actuales que es imperativo superar se explican, en la actividad política, por la acción de los antagonistas.
Ejemplos de construcción de antagonismos políticos se pueden ver a lo largo de los siglos y en en todos los puntos cardinales.
Para los Nazis, fueron los judíos. Estados Unidos construyó a los soviéticos, Saddam Hussein, el gobierno de Irán, los Talibanes y los malos actuales son Rusia y China.
En México tenemos nuestros villanos políticos. Los liberales del siglo XIX tenían a los conservadores, quienes ofrecieron el trono de México a un monarca extranjero.
Los tecnócratas ochenteros tuvieron como villanos a los políticos populistas, quienes con sus gobiernos irresponsables que endeudaron al país.
Los cuatroteístas actuales tienen a los neoliberales quienes, aliados a una mafia del poder, se dedicaron durante 40 años a saquear el patrimonio nacional y poner al poder público al servicio del poder económico.
Esas son las narrativas que, en su momento, los actores políticos han buscado hacer hegemónicas.
Mientras mejor construidos sean los antagonistas, con más asideros en la realidad, mejor serán los villanos y la épica para derrotarlos será más inspiradora.
Un “malo” de paja, cuya derrota es asequible, deja descafeinada una narrativa. Un villano formidable, peligroso, complejo, seductor y con mil cabezas da pie a un relato de largo aliento.
La política-relato está intrínsecamente ligada al conflicto, a luchas permanentes. El poder no se conquista de una vez y para siempre, especialmente en democracia.
Asimismo, las derrotas tampoco son definitivas. La realidad cambia y los relatos se desgastan y pierden vigencia. Por ello la política es una lucha constante por ganar la conversación, por imponer una percepción, por hacer que una narrativa sea la hegemónica.
La realidad de los mexicanos está en cada uno de los hogares, pero las explicaciones del estado de las cosas está en el terreno de la política y la política es puro cuento.