“La investigación por encuestas apropiadamente realizada y divulgada proporciona al público una herramienta para medir opiniones y actitudes a fin de permitir que sus voces sean escuchadas”. La frase está en el primer párrafo de la constitución de la Asociación Mundial de Investigadores de Opinión Pública (WAPOR), la cual tuve el honor de presidir hace 10 años, en 2013 y 2014.
Muchos de quienes nos dedicamos a las encuestas, tanto en los medios de comunicación como en la academia, no solamente las vemos con un gran respeto profesional, sino también con la convicción de que éstas contribuyen a la vida democrática.
Con todo y su enorme valor científico, su rol democrático, su generación de conocimiento, su peso en la toma de decisiones, las encuestas no suplen ni debieran suplir a los mecanismos institucionales de decisión colectiva, como las elecciones, los plebiscitos o las consultas populares constitucionales.
Las encuestas nos informan y nos permiten reducir la incertidumbre en contextos de competencia política electoral, pero no son mecanismos institucionales de decisión o selección. O no lo eran.
En nuestro país las encuestas se emplean como mecanismos de selección de candidaturas. A sus patrocinadores políticos a veces les funcionan y a veces no, en parte porque tienen algunas ventajas pero también muchas desventajas, estas últimas con implicaciones de corto y de largo plazo.
Entre las ventajas está dotar de un carácter científico-metodológico a las decisiones eminentemente políticas. Los sondeos reducen costos si se comparan con una elección, pero no olvidemos que están mayormente sujetas al control político y a la opacidad.
Entre las desventajas está la natural desconfianza de las partes a que haya un manejo político de la encuesta o su metodología, lo cual puede llevar a posibles fracturas si no se aceptan los resultados.
Entre las desventajas a largo plazo está la posibilidad de que, al no abrir los procesos de selección de candidaturas a elecciones, el grueso de la ciudadanía queda excluida de poder participar, de poder decidir y, con ello, de poder fortalecer los lazos de representación política con los partidos y sus liderazgos. Los procesos excluyentes abonan a la desafección y al cinismo políticos entre el electorado.
Morena decidirá su candidatura con base en encuestas, mientras que el Frente opositor tiene un método mixto de encuestas y una elección interna que, si bien se abrió a la ciudadanía, en la práctica se limitará al registro de casi dos millones de firmantes en la plataforma de esa agrupación política.
Si en un escenario optimista vota la mitad de esas personas, la candidatura presidencial de oposición la podría decidir casi un millón de mexicanos: 1 por ciento del electorado nacional.
En la ‘4T’, si cada una de las cinco encuestas previstas entrevista a 3 mil personas, la candidatura del obradorismo la decidirán unas 15 mil personas en total: 0.015 por ciento del electorado.
Con base en esos números, ninguno de los dos procesos suena tan democrático, aunque sí un poquito más del escenario en que los jefes o liderazgos políticos decidan.
¿Qué peso tiene AMLO en el proceso de la ‘4T’, o los lideres partidistas en el proceso del Frente Amplio? ¿Usar encuestas como mecanismo de selección de candidaturas ayuda o impide la democratización de los partidos políticos? ¿Mejora o empeora el sentido de representación política, de participación, de eficacia política ciudadana?
Marcelo Ebrard, aspirante de Morena a la candidatura presidencial, puso el dedo sobre la llaga nuevamente. Al exigir encuestas “libres y justas”, en una clara alusión a free and fair elections (o elecciones libres y equitativas), envía la señal de que en el proceso de la ‘4T’ podría estarse fraguando algo que ni es tan libre ni es tan justo y donde las encuestas son una mera fachada.
Es común que en el mundo se hable de free and fair elections pero no de free and fair opinion polls. Por novedoso que suene, el soundbyte de Ebrard no hace mucho sentido.
En vez de ello, una de las premisas que mejor describe la salud de la demoscopía en una democracia es la que planteó José Woldenberg en el año 2000, durante un encuentro del IFE con encuestadores, al referirse a la necesidad de que nuestra sociedad cuente con “encuestas ética y metodológicamente sólidas”.
A dos décadas de ese exhorto, el uso político de las encuestas nos invita nuevamente a la reflexión, a revisar el papel ejecutivo y de decisión que se les ha asignado, más allá de sus tareas informativas. Las encuestas como mecanismo de selección no dejan de generar desconfianza política, igual que las elecciones en su momento.
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