Los tiempos actuales son de delirio político. De disociación con la realidad.
En la dinámica que impera de unos meses para acá cada actor político solo ve lo que quiere ver de la realidad. Cada nuevo suceso solo sirve para reforzar sus convicciones previas.
Así, se han construido sus propias realidades, autorreferenciales. En la realidad de la oposición vivimos en una dictadura.
López Obrador es, para los más radicales opositores, el resumen de cuanto dictador haya pisado la faz de la tierra. La suma de Adolfo Hitler, Benito Moussolini, Fidel Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
No importa el contexto, no importa la infinidad de variables sociales que diferencian a México de la Alemania de 1934, de la Cuba de 1959 o de los últimos años de Venezuela.
En cambio, la realidad y el discurso construido desde hace 22 años por López Obrador ha sido un país en el que los partidos que habían gobernado hasta antes de 2018 forman parte de una oligarquía.
Para traducir el concepto de esa minoría, de una élite, que ha aprovechado el poder público para obtener beneficios particulares, acuñó por ahí de 1997 el concepto de la “Mafia del Poder”.
En su narrativa, la épica de los últimos 15 años ha sido una lucha para extirpar a esa oligarquía del poder público.
El clímax se alcanzó con el resultado de la elección del 2018, pero no termina ahí. La lucha sigue para ir limitando la influencia de los poderes fácticos en la esfera pública. Las decisiones ahora se toman para beneficiar a la mayoría y no a ese grupo minoritario de políticos y empresarios en contubernio
En esa lógica, las críticas son la expresión de la resistencia al cambio, son una pulsión conservadora que ha permitido tener una sociedad altamente polarizada, no por los discursos políticos sino por la desigualdad económica.
Para la oposición, cada decisión de AMLO es un paso más a la catástrofe. Para el presidente, cada día es un centímetro ganado al régimen anterior, el que llevó al país a la bancarrota, con niveles de violencia nunca antes visto y decenas de millones de pobres.
El problema, para cada narrativa -la oficial y la opositora- es que la realidad es mucho más amplia y compleja.
El momento político actual va más allá que la lucha de un puñado de demócratas liberales frente al “dictador”, “mesías tropical”, “demagogo”, destructor de instituciones, que logró embaucar a 30 millones de ilusos con espejitos, con ilusiones irrealizables y que velozmente se está desencantando de un gobierno inepto.
El momento político actual también va más allá que la lucha cotidiana de un gobierno comprometido con revertir los estragos negativos de 40 años de neoliberalismo, donde el gobierno estaba al servicio de unos cuantos, insaciables depredadores con un brazo mediático, una prensa “fifí” que un día sí y el otro también lanza mentiras para descarrilar la transformación histórica que se busca: atender la sed de justicia de un pueblo al que le fueron saqueados sus bienes nacionales.
Quien sea capaz de mirar que entre estos extremos hay un gran país, complejo, moderno, hastiado de la violencia y de la corrupción, quien sea capaz de callar en su monólogo y escuchar las distintas voces de la población, tendrá posibilidades de refrendar el poder ganado o reconquistarlo.