La publicidad y los “debates” en que han participado candidatos a la presidencia, conductores designados y público invitado al estudio, dejan claro una cuestión esencial en nuestro sistema político mexicano: la ausencia de ideas.
Leyendo el texto que califican como “la obra póstuma del teórico social contemporáneo más importante del mundo”, Zygmunt Bauman (Generación Líquida. Transformaciones en la era 3.0. Paidós, 2018), uno llega a la conclusión que buena parte de esto lo tiene los medios en el que se transmiten tanto la publicidad como los debates.
En su conversación con el joven periodista italiano Thomas Leoncini, Bauman asegura que “cuanto más escandalosa y de peor gusto sea la publicidad (o la participación en el “debate” de los candidatos), mayores será la audiencia televisiva, las ventas de periódicos o los beneficios en taquilla que sea capaz de generar”.
El tema de fondo es lo que Bauman llama la violencia aleatoria, la violencia gratuita. Todas las propuestas de campaña se resumen en enseñar que el otro es más salvaje que yo; que el contrincante divide, carga con una culpa exagerada, está absolutamente minado por el exceso de corrupción y la apuesta al caos. Nadie habla del bien posible, y todos hablan del mal menor. Sobre todo, porque hoy “hacer el mal ya no exige motivaciones”. Se habla mal del otro, se dicen vulgaridades sin fin de él o de ella, sin temor a ninguna represalia. Todos mienten, porque la mentira es una poderosísima arma política. Por ejemplo, las estadísticas. Las esgrimen públicamente a sabiendas que responden a intereses previos al sondeo. Y el público hace como que se las cree. Pero no les cree nada. Es el reino de la peor de las violencias que se puede ejercer hacia la comunidad: la indiferencia.
Bauman, en un libro que hizo con Leonidas Donskis, dio en el clavo: la particularidad de la “vida líquida” es la ceguera moral de los ciudadanos y de las autoridades electas. Ya no nos impresiona la mentira. Tampoco la violencia. Menos aún la violencia verbal que observamos en los debates, o la publicitaria, que observamos en las campañas. Es el presagio del precipicio. Del populismo o del liberalismo autoritario. De la democracia no, desde luego.