Escritores como Malcolm Lowry, nos señalan lo que los mexicanos quisiéramos ignorar: nuestra tierra es violenta, un gigantesco volcán en contínua erupción cuya lava es la sangre que corre todos los días en asesinatos y tragedias.
“Termina con un grito la vida de Firmin, tal como empezó. Alucinante novela de Lowry, un viaje al interior de sí mismo, una identificación absoluta con su personaje. Y el volcán sobre todas las cosas, el Popocatépetl que yo veía a todas horas, bajo muchas luces, cuando viví en México, siempre listo a devolvernos la mirada si nos atrevíamos a buscarlo. Lowry es profundo, como Tolstoi, y si hoy el escritor inglés se asomara a México, lo seguiría observando como el Cónsul Geoffrey Firmin: bajo el volcán, siempre a su abrigo.”
Anoté estas palabras al terminar de leer la novela “Bajo el Volcán” de Malcolm Lowry. Lo hice apresuradamente a continuación del último párrafo impreso, con la pluma que encontré a la mano en ese momento. No quería dejar para después anotar la impresión que me provocó esta novela. La maestría del capítulo final en su evocadora narración, en el suspenso de una tragedia cuyo final lo conocemos bien, pues se palpa en el texto, pero que no cesa de revelarnos la caída de un ángel y, si se me permite decirlo así, su deslumbradora destrucción, es inenarrable. Lowry nos hace caer junto al Cónsul hacia su muerte violenta, tal como se muere tanta gente en México: “Dios -observó, perplejo- ¡qué manera de morir!”, dijo al final Firmin.
No imaginó un personaje el escritor, sino que revivió en él. Lowry pasó por México hace casi un siglo, vivió en nuestro país, tuvo problemas de alcoholismo, observó y convivió con los mexicanos en la zona de confluencia de Morelos y el Estado de México, a la vista de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, y en su relato se asoma constantemente el Popo que, por arriba de las miserias humanas, de las alegrías y sinsabores, permanece impasible y serenamente eterno.
No diría, después de leer a Lowry, que el Popo es indiferente a lo que pasa entre los humanos, no; el volcán es el marco de esa acuarela humana, la fuente de inspiración estética, orígen y metáfora de la violencia volcánica que consume a México, a sus pueblos, su gente, los indios y hasta a los animales, cuya última visión de este mundo suele ser la de un volcán que los despide después de haberlos acompañado toda la vida; así como a Firmin, herido de bala en el suelo y agonizando, lo alcanza a despedir un resplandor de luna en la cima nevada.
Bien, pues esa historia imaginada en el entorno de México en los años 1930s, cuyo desenlace ocurre en una cantina y burdel de mala muerte de un pueblo cualquiera en Morelos tras un día de paseos y desencuentros entre los personajes, nos hace sentir que estamos como en casa a quienes vivimos en los 2020s del siglo 21. El viejo volcán sigue ahí, exhalando sus fumarolas, temblando y retemblando, sintiendo la lava en su interior tal como los mexicanos sentimos la lava de furia y frustración que nos embarga ante la realidad de un país quebrado, partido en tercios o más, mal gobernado y corrupto hasta la médula y que nos lleva, a la fuerza y sin poder hacer casi nada, hacia el rumbo que otros nos marcan, no el que queremos.
Un México caótico en donde mueren las personas por la violencia o desaparecen (una forma distinta de perecer), pero no forman parte de la conversación pública, vaya, no son un problema que preocupe a quienes nos gobiernan o a la mayoría de la sociedad que prefiere hablar de otras cosas.
Escritores como Lowry, extranjeros que se asoman desde siglos atrás a nuestra nación, nos señalan puntualmente lo que los mexicanos quisiéramos ignorar: nuestra tierra es violenta, un gigantesco volcán en contínua erupción cuya lava es la sangre que corre todos los días en asesinatos y tragedias.
Los cementerios no son esos predios asignados por las autoridades para enterrar a los muertos: ahora, todo el monte es un cementerio, los patios de las casas, los agujeros en un rincón de la cocina, las paredes gruesas en donde cabe un cadáver, un bote de metal, una maleta, una hielera, las bolsas de plástico, las fosas clandestinas que escarban con sus propias manos las madres buscadoras en todo, todo México.
No lo dudo, Lowry no se sentiría ajeno al México de 2022 si reviviera para platicar con él sobre su novela de una tragedia griega en Morelos y sus observaciones agudas sobre el carácter mexicano. Por ejemplo, su obsesión con el mezcal la transmitió al Cónsul, seguramente, quien percibe las sutilezas de esa bebida y su efecto en el cuerpo y el alma de los mexicanos, algo que entona bien en nuestros días:
“Pero ahora el mezcal hacía sonar una nota discordante, luego una sucesión de quejumbrosas notas discordantes a cuyo son parecían bailar todas las neblinas que se mezclan en las elusivas sutilezas de los listones de luz, entre las cintas de flotantes arcoiris. Era una danza fantasmagórica de almas desconcertadas por estos engañosos matices, las cuales, no obstante, seguían buscando la permanencia en medio de lo que era sólo perpetuamente evanescente o se perdía para siempre. ”
A punto de acribillar al Cónsul, su policía victimario le grita: “A purito balazo te voy a destripar de pies a cabeza, cabrón pelado”. En nuestro tiempo, seguramente ya circularía el video de ese asesinato en las redes sociales, tomado de un celular de otro de los policías presentes, y que dispararon a su víctima porque sí, por reflejo, por costumbres, antes de averiguar sobre ella.
Bajo el volcán seguimos viviendo, Mr. Lowry, y nuestra lava interior explota y se riega en arroyos de sangre: lava roja de nuestras venas, magma del alma. Gracias por su gran novela, tan viva como cuando la escribió.
Rogelio.rios60@gmail.com