Abril, mayo y junio serán tres meses de pesadilla político-electoral. Cerca de 27 millones de anuncios (26.9 millones, para ser exactos) nos van a ahogar en un mar de basura del que retendremos no más del 0.1 por ciento y por un período no mayor a 24 horas.
Es previsible que el hartazgo que esta avalancha provoque, se refleje en ausencia de los jóvenes en las urnas. Los demás, los que pasamos de los cuarenta años, ya estamos acostumbrados a no hacer caso de este exceso. Y es que se trata de eso: un exceso que atolondra y que genera todavía más animadversión hacia los partidos políticos y las instituciones, como el INE, que deberíamos cuidar y vigilar como nuestras.
La democracia mexicana cuesta carísima. No estoy descubriendo el hilo negro. Lo que podría proponerse, cuando menos desde la esfera de la comunicación pública, es un nuevo modelo para las próximas elecciones, en el que hubiera un comité de selección que calificara qué sale y qué no sale en los medios en base a propuestas reales sobre problemas reales.
Entiendo que esto sería dejar sin cobijo a las compañías productoras y a las compañías de estrategia, marketing, proveedoras de gorras, camisetas, despensas… Pero es que hay que poner un alto a este gasto inútil. Y que propicia, justamente lo contrario que está en el ánimo del INE: que la participación se retraiga y que, entre los ciudadanos de a pie surja este verso satánico que nos ha traído a mal traer: «todos (los políticos y sus partidos) son iguales».
Y digo que nos ha traído a mal traer porque la democracia sin participación (previa, durante y posterior a las elecciones) se resiente, se resquebraja, sucumbe. Queda, por un lado, la «partidocracia» y, por el otro, el pueblo indiferente, anémico, desganado. A lo mejor eso es lo que quieren los partidos. Hay que poner un alto. Cada quien, desde su trinchera, que lo proponga. Porque de ese resentimiento puede seguir el populismo o la dictadura, dos formas perniciosas de ejercer la política donde nada tiene que ver el pueblo. Ya lo sabemos.
