En los días, semanas y años que vienen los tomadores de decisiones del sector público y privado mexicano enfrentarán escenarios perder-perder.
De las decisiones que tomen surgirán lastres u oportunidades para salir de una crisis cuyas dimensiones aún no se pueden pronosticar, pues aún no se sabe cuánto tiempo más deberá detenerse la actividad económica.
Algunos empresarios, estarán en las mejores posiciones para elegir entre mantener operaciones, conservar talento y “quemar reservas” o conservar el capital, recortar salarios o personal y perder capital humano de tal forma que cuando pase lo peor haya recursos con qué reiniciar actividades.
Otros, con posiciones más frágiles habrán de cerrar, ya descapitalizados o con deudas a cuestas, tendrán las peores opciones para regresar al mercado.
En el sector público las opciones tienen poco margen de maniobra. En particular el gobierno federal tiene un horizonte poco alentador, a pesar del optimismo presidencial.
Obtener recursos a través de el incremento de la deuda es más complicado que hace 11 años, cuando se conjuntaron la crisis económica mundial y la epidemia de la influenza AH1N1.
El incremento del gasto a través del endeudamiento tiene enormes inconvenientes. El nivel de endeudamiento ahora es mucho mayor que el de 2009.
Antes de la crisis, en 2008, la deuda pública representaba el 27% del PIB. Para 2010 creció al 34%. La trayectoria de la deuda siguió creciendo hasta llegar al 45.7% en 2015. Después de un pico en 2016, se ha mantenido en los últimos tres años cerca del 46%.
Ese incremento de la deuda significa que este año se destinen más de 700 mil millones de pesos al servicio de la deuda, cuando el 2012 era menos de la mitad.
Las otras opciones son un recorte al gasto público, el cual, al caer la recaudación como consecuencia de una menor actividad económica va a tener márgenes más estrechos.
Se ha propuesto reorientar recursos del gasto de inversión -de proyectos como el Tren Maya, la Refinería y el aeropuerto- para asignarlo a apoyos de liquidez para sectores económicos golpeados por la crisis.
Sin embargo, más allá de lo polémicos que puedan ser los proyectos -en particular entre los opositores al régimen- esto significaría desplomar el gasto de inversión del sector público que ya de por sí llevaba una trayectoria descendiente durante los últimos 4 años. Aunado a la pérdida de empleos que ya generan.
Otra propuesta que ha circulado para reactivar la economía han sido los estímulos fiscales, que tienen el inconveniente inmediato de tumbar aún más la recaudación, con lo que se recortaría aún más el margen de acción del sector público.
Supongamos que ya se tomó la decisión de dónde obtener los recursos para inyectar liquidez a la economía a través transferencias directas. Es decir, ya se optó entre inconvenientes.
El dilema que sigue es a quienes apoyar. ¿A las micro y pequeñas empresas? ¿A las grandes empresas? ¿A las personas de menores ingresos que se encuentran en la informalidad?
La ecuación, en cualquier escenario, tendrá un resultado con signos negativos, habrá personas que necesitan apoyo y que no lo recibirán, porque independientemente de dónde salga el dinero, será finito e insuficiente.
Y en la espiral de crispación entre el gobierno y sus opositores, será difícil un consenso sobre qué amargas medicinas habrá que tomar.
Con el 2021 a la vuelta de la esquina cada quien tratará de culpar al otro de sabotear el curso México con tal de sacar raja electoral.
Lo seguro es que habrá que tomar las medicinas, serán amargas y habrá notorias muecas de insatisfacción al pasarlas por la garganta.