El frío de la noche embate contra los penachos del maíz, el viento mece bruscamente las mazorcas que al moverse dejan al descubierto, en los caminos que se forman entre el maizal, espantapájaros horrendos y deformes, que esperan a que los desafortunados tropiecen en los surcos del campo, para atraparlos.
Aquellos que entran al laberinto deben tener cuidado al doblar cada esquina pues están siendo observados. Voltear atrás es necesario al escuchar crujir una rama, pero el costo puede ser altísimo ya que generalmente descubren que no están solos.
Al sentirse en peligro sólo queda correr y decidir si doblar a la derecha o a la izquierda en las intersecciones. No importa cuánto griten, nadie alcanzará a escuchar: las motosierras y los lamentos siempre rugirán más fuerte.
El Espantapájaros es un clásico del terror mexicano, en sus últimas seis ediciones se ha ganado un lugar en el corazón de los amantes del horror. El espectáculo consiste en un recorrido a través de un laberinto trazado en un maizal; dentro, eres perseguido por espantapájaros y espectros.
Al salir, puedes recuperar el aliento en una zona de convivencia, consumir alimentos y bebidas y disfrutar de las fogatas. Además, por una tarifa extra, se ofrece la opción de quedarse a acampar en “la zona de miedo con intensa actividad paranormal”. Esto atrae a fans del terror de distintas partes de la república que viajan horas sólo asistir al evento.
Por ejemplo, José Pablo Chávez que, junto con 10 familiares más, llegaron desde Toluca para experimentar el laberinto en carne propia. “Tuvimos que correr muchísimo adentro y fue complicado porque éramos un grupo grande (más de 4), pero nos la pasamos bien… aunque esperábamos sentir más miedo, tal vez tuvo que ver la cantidad de personas que íbamos” dijo respecto a su experiencia.
El recorrido dura alrededor de 30 minutos de caminata (o persecución) y cuenta con más de cinco obstáculos que, entre túneles y pasadizos, te obligan a arrastrarte hacia la salida o cruzar corredores a toda velocidad.
Arturo Mier, de Querétaro, entró al laberinto con otros tres amigos y al salir comentó: “Fue divertido, aunque esperábamos más… no nos espantamos tanto como creíamos; quizás fue que éramos un grupo pequeño”.
El laberinto suma un misterio más y es que, tanto grupos grandes como pequeños, no quedaron del todo satisfechos con el recorrido; en algunos tramos, podía tornarse predecible o el silencio (que se supone debería acumular tensión) era tanto que te distraía del ambiente.
En realidad, la experiencia comienza desde que el asistente se mentaliza que irá a adentrarse en un maizal embrujado. Cuando llega al sitio en la noche, está obscuro y alejado de la ciudad, se genera una atmósfera muy fuerte.
Este ambiente es crucial para que la aventura sea inolvidable y es muy complicado alimentarla porque requiere de mucha atención a los detalles.
La organización tiene problemas al mantener esa atmósfera más allá del laberinto. Una vez afuera, en el área de convivencia y de acampada, si es que los asistentes tiemblan es de frío porque las fogatas no están bien prendidas o tienen leña disponible.
El campamento, a pesar de estar en una zona “embrujada”, te brinda una noche de sueño sin espantos ni perturbaciones, más allá del tren que pasa cerca cada cierto tiempo. Pareciera que la experiencia termina cuando sales del laberinto.
“La verdad quedé un poco decepcionado, esperaba más espantos durante la noche: que te movieran la tienda mientras dormías, que te siguieran al ir al baño o algo así. Pensé que habría algo de eso y por eso decidimos quedarnos a dormir” dice Arturo Mier a la mañana siguiente.
En su último año, el festival se despide con un laberinto espeluznante y confuso, pero también con un ambiente un tanto flojo que no consigue generar una experiencia del todo aterradora.