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La Chata Campa Uranga: ejemplo y congruencia

A caso poca gente te ubicará con ese sobrenombre familiar, ganado por la bolita cartilaginosa súper redonda que tenías a mitad de la cara. Para la mayoría serás la doctora María Fernanda Campa Uranga: la primera geóloga mexicana, egresada del IPN, fundadora del Instituto Mexicano del Petróleo y encargada de la exploración de yacimientos para Pemex. Fundadora y desfondadora del PRD, cuando ese partido perdió su esencia y se vendió al poder.

Algunos sabrán que tu padre fue Valentín Campa Salazar –comunista, excandidato presidencial y el hombre más íntegro en el liderazgo sindical y político que jamás hayamos conocido– y tu madre, Consuelo Uranga, La Roja, una visionaria adelantada a su época, feminista, precursora del voto para las mujeres, fundadora del Partido Comunista y activista de las luchas obrero-minero-petroleras. Acaso alguien logre identificar este paralelismo entre tú y ella: ambas presenciaron y sobrevivieron masacres a manos del Estado: ella estuvo en la Alameda Central el 7 de julio de 1952, cuando el Ejército reprimió un mitin contra el fraude en la elección presidencial en la que participó Miguel Henríquez, para dársela a Adolfo Ruiz Cortines; tú estuviste desde un puente peatonal, con Manuela, tu hija en brazos, viendo cómo tus camaradas corrían por sus vidas en Tlatelolco, en 1968, durante el movimiento estudiantil que tú también encabezaste.

Pero lo que la mayoría desconocerá es cómo predicaste con el ejemplo, cotidiano y coloquial, la congruencia con el pensamiento social de izquierda, en pro del bien común y de las masas, antes que los privilegios de las cúpulas. Pocos sabrán cómo, por las mañanas al desayunar, partías una toronja y la desgajabas con una cuchara sobre el plato de cereal y yogur natural al mismo tiempo que me contabas la historia de la traición de Vicente Lombardo Toledano al comunismo, cuando detallabas cómo se prestó al complot que acabó con Trotsky. Tan disciplinada en la dieta como en el discurso y la praxis activista.

Nadie sabrá, acaso, cómo me enseñaste, en las sobremesas de café y tarta de higos, a distinguir la falacia, la mentira a quemarropa, sobre “la insuficiencia de Pemex y la crisis energética en México”, con la que justificaron el urgente desmantelamiento de la paraestatal y la Reforma Energética, que abrió la puerta al huachicoleo de cuello blanco –como hoy vemos– y para cuyo rechazo y defensa asesoraste a Andrés Manuel López Obrador, a petición de éste.

Sólo tu hijo Santiago (Álvarez Campa, mi hermano del alma), tú y yo sabemos de tus cátedras de sobremesa en la fonda de Echegaray, en las que diseccionabas quién era quién en la izquierda real.

Nadie, sólo tú y yo, sabemos que nunca dejaste de preguntarme cómo me encontraba en lo más íntimo. Respetaste que trabajara para el periódico del empresariado, como le dijiste al Reforma siempre. Nos enseñaste la semiótica del viajar, la semiología de la geografía, a imaginar en lugar de turistear. Por ti decidí ir a La Patagonia, a Ushuaia, a Marruecos. Por ti tengo pendiente ir a Petra, a Pekín e India.

En un mal de amores, que literalmente viví en tu casa, en donde pasé una temporada, me acompañaste. Comprobé cálidamente cómo el activismo y la teoría política bien se llevaba con la contención solidaria de temas del alma.

Querida Chata, te has ido. Pero tu legado, en mí y en este país que aún no ha terminado de aprender a ser generoso con los más desprotegidos, estará presente más allá de tus posturas políticas y tus innumerables publicaciones de geología. Te abrazo fuerte, fuertísimo.

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