Para nadie es un secreto la inclinación enorme que tiene el Papa Francisco por el mártir arzobispo de San Salvador, asesinado en plena Misa, en 1980, Óscar Arnulfo Romero. Contra viento y marea, el pontífice argentino lo canonizó el pasado domingo 14 de octubre en San Pedro.
¿Qué ha visto Francisco como mensaje de San Romero de América? Un modelo de Iglesia de los pobres y para los pobres, modelo que encarnó Romero en sus tres años como arzobispo de la capital salvadoreña, y una nueva sociedad solidaria, que debe surgir desde las raíces de esta región, el principal bastión del catolicismo mundial.
El teólogo Rafael Luciani hacía, previo a la canonización de Romero, una distinción que me parece muy valiosa: el martirio de monseñor Romero no se dio por «odio a la fe», sino, en resumidas cuentas, por «odio a la caridad».
En efecto, lo que las fuerzas de ultraderecha no pudieron perdonarle fue, justamente, que se volcara en favor de los pobres, de los desheredados, de los indígenas, del pueblo fiel, y que desenmascarara el contubernio entre fuerzas políticas y el gran capital.
Y ésa es la intención de Francisco al canonizarlo: no treparlo a los altares donde nadie lo sienta cercano, sino meterlo en el corazón del continente que san Juan Pablo II llamó –con algo de optimismo– «el continente de la esperanza». Hoy, la esperanza no está en la expansión del capital ni en el progreso de unos cuantos (que, se suponía, después iban a «derramar» a los menos favorecidos); está en la acción primaria de unos y otros protegiendo siempre al eslabón más débil.
El mensaje es claro. Francisco, que es el ser humano más influyente en las redes sociales y el más retuiteado de los líderes mundiales, quiere que la Iglesia cambie, pero que cambie el mundo: no podemos seguir viviendo en las condiciones climáticas a las que hemos sometido la casa común, como tampoco podemos dormir en paz mientras uno de cada nueve seres humanos (829 millones de personas) padezcan el flagelo del hambre.