Nuestra sociedad y gobierno tienen una grave enfermedad: descrédito crónico.
No creemos nada que venga de los políticos aún cuando se trate de la verdad. Como Pedro y el Lobo. El crédulo es un bicho raro, un ingenuo silenciado por la avalancha de descrédito.
No importa de qué partido sean, todos nos han mentido en algún momento.
Como reza una canción de la Maldita Vecindad y los Hijos del 5º Patio: «Mienten mucho, no les creo nada».
El descrédito crónico afecta a medios de comunicación y demás instituciones de la vida pública.
Y la burra no era arisca, la hicieron a fuerza de décadas de cinismo y simulación.
Cuando hubo una matanza de estudiantes en Tlatelolco, nos dijeron que fue un día soleado.
Nos dijeron que la economía era fuerte el día previo a que se desplomara la farsa en el error de diciembre.
Nos dijeron que las bombas sobre Tel Aviv lanzadas por Irak eran atómicas, y 10 años más tarde que Saddam tenía armas de destrucción masiva.
Nos dijeron que hacían la guerra contra el narco… cuando hoy los funcionarios están acusados justo de narcotráfico.
Nos dijeron que hacían la guerra para conseguir la paz. Y así, con mentiras han hecho negocios y sacado raja geopolítica en Afganistan, Ucrania y casi cualquier punto de la tierra.
Nos dijeron que votáramos por ellos porque eran el cambio, pero todo cambió para seguir igual.
Por eso hoy, en medio de una tragedia, en medio de un estallido de violencia irracional en el estadio Corregidora, cuesta tanto creer la verdad.
Esa no es una tragedia aguda, dolorosa intensamente como la de las familias que enfrentan la zozobra de tener a un hermano, un hijo o amigo postrado en la cama mientras se debate entre la vida y la muerte.
Es una tragedia crónica que debe llevarnos a cuestionar la viabilidad de nuestro sistema político.
Si por descrédito no podemos andar juntos, no vamos a ningún lado